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Diario de Mad Agriculture

Publicado en

November 30, 2020

Escrito por

Mathew Bate

Fotos por

Mathew Bate

Mientras las oleadas del colapso climático chocan contra nuestras costas, ¿qué podríamos aprender si respiramos y nos sumergimos?



Recuerdo estar en los bajos. Con flotadores en mis bracitos. Antiparras, cabeza abajo, soplaba burbujas. Salía a respirar con muchos mocos y aleteando los brazos. Después volvía sumergirme para tragar agua de la piscina por accidente. 

De niños aprendemos que debajo del agua, el soplo de vida sale a la superficie haciendo piruetas en burbujas. También aprendemos bastante rápido, cuando salimos sin aliento, que las burbujas finalmente se acaban. En el agua podemos finalmente ver el aire invisible que bombea nuestro corazón, el aire invisible que suponemos siempre está por allí, el reino invisible que ahora damos por sentado. 

Si nos retrotraemos mucho, mucho, como 3,500 millones de años, toda la vida era submarina. Después, lentamente, los primeros y diminutos soplos de vida empezaron a salir burbujeantes a la superficie. Las formas de vida microscópicas de alguna manera tomaron luz solar, agua y dióxido de carbono y la convirtieron en alimento y oxígeno. Increíble. Con el tiempo, estos organismos crearon suficiente oxígeno para permitir que las condiciones de la vida emergieran por encima del agua. Llamamos a este proceso fotosíntesis, la primera y potente forma de magia que finalmente dio paso al inconmensurablemente bello mundo en el que nacimos, un mundo que ahora sufre. 

David Abram, un ecologista cultural y filósofo, dijo hace poco en una entrevista con la revista Emergence que: “el cambio climático es la sencilla consecuencia de olvidarse la santidad de este misterio en el que estamos corporalmente sumergidos”. La mente mecánica moderna ve a la creación como piezas. Transforma al misterio en una máquina. Se olvida de la rareza mágica que todo lo une. Se olvida de que el mundo no es una máquina que funciona con combustible, sino un milagro vivo que respira. Se olvida de que todo está vivo, despierto, comunicándose, burbujeante. 

Abram nos recuerda que desencadenantes fundamentales del colapso climático son relatos, canciones y patrones que se están olvidando. Por ende, se abre un camino al futuro cuando empezamos a reconectar, recordar, reconciliar y reciprocar. Este es un camino encarnado por guardianes tradicionales, ejemplificados por los sistemas de conocimientos indígenas que mantuvieron la exuberancia del mundo antes de la voluntad del colonialismo. Pero no hemos olvidado, es solo que nuestro mundo moderno parece ocuparse de olvidar. Aquí es donde cabe la agricultura regenerativa. La agricultura regenerativa representa una reforma moral, espiritual y práctica completa en la manera en que nos vinculamos con el paisaje, un resurgimiento de nuestra responsabilidad colectiva como especie guardiana. 

El movimiento regenerativo que atraviesa nuestros paisajes sociales y ecológicos es un oportuno recordatorio de nuestra interconexión con la comunidad humana y más que humana. Está marcado por un movimiento consciente y deliberado para ver que el mundo, que se nos presenta a cada momento a través de los inestables fenómenos relacionales, está despierto. Esta cosmovisión holística es la agricultura regenerativa en pocas palabras. Mientras que el reduccionismo de la agricultura industrial trata los síntomas, el holismo de la regeneración trata los sistemas. Por ese motivo la regeneración está marcada por la curiosidad y la observación intensas por parte del gestor humano, conforme los sentidos del agricultor se vuelven a sintonizar con la melodía que emana el paisaje. Pero mientras tantos de nuestros paisajes están tarareando la canción del trabajo regenerativo, hay un paisaje específico que no recibe tanta atención: el océano. 

Cuando pensamos en metáforas que se relacionan con el infinito, es probable que nos vengan a la mente imágenes de la vastedad del océano. Quizá es por esto que, además de nuestra falta de branquias, estemos tan dispuestos a explotar y extraer de los mundos submarinos. Imaginen tomar una topadora de 40 pies de alto y 200 pies de ancho y arremeterla contra un bosque. Esto es lo que los métodos de pesca industriales como la pesca de arrastre en aguas profundas o el fondo marino le hacen al lecho marino. El 90 por ciento de nuestros peces grandes ha sido aniquilado en los últimos 50 años y como el océano absorbe el 25 por ciento del carbono que bombeamos a la atmósfera, la acidez oceánica (que aumenta a medida que aumenta la cantidad de carbono en el agua) ha subido un 30% desde la revolución industrial. El océano no ha sufrido un cambio tan rápido de acidez desde el último evento de extinción masiva alrededor de 56 millones de años atrás. Los datos son espantosos, sí, pero estoy absolutamente convencido de que hay relatos olvidados, sumergidos en nuestro océano que, si se vuelven a contar, son indispensables para nuestro recorrido regenerativo.  

Hemos olvidado que la vida empezó en el agua somera todo ese tiempo atrás y que el océano, con las miles de criaturas que nadan, flotan y bailan en él, es tan importante para la salud planetaria como el aire que respiramos. De hecho, de allí proviene la mayoría. ¿Sabían que la mitad del oxígeno del aire proviene de un grupo muy especial de criaturas del océano? Se llaman algas marinas, ancestros de las primeras formas de vida fotosintética que soplaban burbujas de vida todos esos años atrás. Hay miles de especies de algas, cuyo grupo más grande se denomina algas marinas.  

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Las algas marinas deben de ser una de las maravillas del mundo natural con peor denominación. Las algas marinas además de ser inhibidoras de carbono con un crecimiento increíblemente rápido (un alga marina gigante puede crecer dos pies por día y llegar a una altura larguirucha de 150 pies en cuestión de meses), crean densos bosques submarinos que proveen refugio, albergue y alimento a una infinidad de criaturas marinas. Un bosque de algas marinas puede inhibir más carbono que una selva tropical del mismo tamaño y, por eliminar el carbono del agua, puede reducir la acidificación oceánica. Después está la cadena alimentaria. Las algas marinas y formas más pequeñas de algas son fundamentales para el ciclo de nutrientes que apoyan toda la vida en el océano. Lamentablemente, las algas marinas se han visto drásticamente afectadas por el calentamiento de las temperaturas oceánicas. Los alguna vez legendarios bosques de algas por la costa de Tasmania, Australia (cerca de donde vivo) casi han desaparecido por completo en las últimas dos décadas por este mismo motivo. 

Debido al inmenso poder regenerativo de las algas marinas y su importancia para la salud de los ecosistemas oceánicos, una comunidad audaz de personas que adoran el agua en todo el mundo está protegiendo con pasión los bosques de algas que quedan. Pero también hay lugar para la agricultura oceánica, un método regenerativo de pesca justo igual que la agricultura regenerativa en tierra, que procura sanar ecosistemas oceánicos mientras también crea alimentos y fibras. A Bren Smith, un expescador comercial que se convirtió en agricultor oceánico regenerativo, se le ocurrió lo que llama agricultura oceánica tridimensional. La agricultura oceánica tridimensional es un policultivo de muchas especies, que incorpora algas marinas y crustáceos, que se ve y funciona como huertas submarinas verticales. La revista TIME Magazine lo nombró uno de los 25 Mejores  Inventos de 2017. Las granjas no requieren insumos sintéticos, agua potable ni forraje. Las algas marinas proveen el ambiente para que los crustáceos prosperen, filtran el escurrimiento de nutrientes de los canales, amortiguan los niveles de acidez y después se pueden cosechar y convertir en comida, biocombustible o bioplásticos. Como no hay cercos, los peces y otros animales marinos pueden ir a convertir a la granja en su hogar. Smith siente tanta pasión por la agricultura oceánica sustentable que lanzó una organización sin fines de lucro llamada GreenWave que educa a la próxima generación de agricultores oceánicos regenerativos. 

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El rol de las algas marinas en la reforestación de los mundos y huertas submarinos es bastante extraordinario. Pero, mi amor por las algas marinas no se debe a las innumerables alternativas de uso para nuestro beneficio de frente a una catástrofe climática. Amo las algas marinas porque son maestras valiosas. 

Robin Wall Kimmerer, una escritora y botánica Potawatomi, dice en su encantador libro Una trenza de hierba sagrada: Saber indígena, conocimiento científico y las enseñanzas de las plantas, que hay una diferencia significativa entre aprender sobre las maravillas naturales y aprender de ellas. Para Kimmerer, todas las inteligencias más que humanas que comparten la vida con nosotros en este planeta tienen canciones que podemos oír si nos interesamos por escuchar. Entonces, ¿qué canción cantan las algas marinas?

La fuerza de las algas marinas no proviene de su capacidad para depredar, explotar, extraer o engañar, proviene de su capacidad para crear las condiciones para una comunidad conectada. La canción de las algas marinas es una composición, un concierto lleno de voces desde las profundidades del océano. Las algas marinas nos enseñan que como guardianes ambientales, nuestra fuerza proviene de nuestra capacidad para cultivar y mantener la armonía en nuestro mundo y estar agradecidos por ese regalo. Si queremos desafiar el lema de la máquina moderna que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”, debemos tener en cuenta lo invisible. Es hora de ver y escuchar en los lugares que olvidamos. 

Es hora de ponernos esas antiparras y volver sumergir la cabeza para soplar burbujas de vida al océano. Y cuando emerjamos mocosos y escupiendo una bocanada de agua, quizá recordemos la santidad del misterio del que inhalamos aire y en el que estamos corporalmente sumergidos.

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Originally published in
Mad Agriculture Journal Issue 4

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